La vida entera
"Leer esta novela -escribe Julio Cortázar- ha sido para mí como soñarla"
En efecto, las alteraciones o lazos necesarios de la realidad, vistos con los ojos del rostro, se deshacen en La vida entera, son reemplazados por una lógica poética autónoma donde la aberración -desplazamiento, arritmia, absurdo- existe como pilar de lo verosímil. Sentado esto, el escritor -y el lector- se adueña de un paisaje que se devora constantemente a sí mismo y vuelve a fundarse en otro sitio, como si al moverse, la escritura acompañara la creación y aniquilamiento de los seres que lo habitan. Una región crepuscular, la villa del Rosario, que no niega la luz cenital y el calor, se halla poblada por seres de principio o de fin de mundo, seres tan móviles como el paisaje mismo, pioneros, prostitutas, visionarios, apóstoles y matones, todos asentados en la única realidad que los acoge y redime: la violencia.
El lenguaje tenso y sin aspavientos crea la violencia desde dentro. No la nombra. Esta domina al lector mediante la maestría con que esos personajes se embisten o se acechan, luchando por un poder que inaugurará en el futuro -futuro ajeno a la novela un orden y una convivencia. Mientras tanto -en la novela- es el caos original. La naturaleza y el hombre no han desplazado todavía la tiniebla: es el reino pasmoso de la épica. El Oso Leiva, la Rusita, la Madre, Gardel, el Potro, se mueven, hablan y aman para dividir las aguas. El Oriental y el Alacrán se encargarán de que ese mundo alboral tenga sus héroes, los arquetipos de la acción.
El espanto, la disolución, la vida expuesta gratuitamente al azar y a las fuerzas naturales, están memorablemente designados por la instancia última la única presencia absoluta de esta novela: la escritura. Es ella la que respira, ama, mata, salva y exorciza, ella la que procrea al dios de la poesía.